Editorial: Cometa. Planeta lector. 2010
(Cuento real, aunque bañado por la más desesperada fantasía)
Un grupo de castores busca la causa de la muerte de las especies de animales y vegetales que habitan el río donde viven. El río está enfermo, pero nadie sabe el porqué. Moi, el pequeño castor, emprende un peligroso viaje remontando el río para encontrar el origen del mal. ¿Logrará devolverle la vida a su amado río?
Esta entrañable historia es una denuncia a la amenaza y al deterioro que sufre la naturaleza por el poder destructivo del hombre.
Esta entrañable historia es una denuncia a la amenaza y al deterioro que sufre la naturaleza por el poder destructivo del hombre.
Capítulo 1
Había una vez un largo río de límpidas y claras aguas que, andando, andando, atravesaba un inmenso bosque; tan inmenso que a ninguno de sus moradores se le había ocurrido pensar que pudiese tener límites. El río gustaba de ser arropado por el follaje que por todas partes acariciaba la superficie de sus aguas tranquilas. Y todo el bosque se beneficiaba de aquella fuente de vida que lo alimentaba. A sus márgenes acudía una infinidad de seres, desde las diminutas libélulas a los pesados osos. Aquietaba entonces el río sus aguas y dejaba que todos sin excepción aliviaran su sed en sus plácidos y callados remansos.
El río era la armonía del bosque, y a la eterna letanía que entonaba con su dulce voz respondían con amor todos los seres que se cobijaban en su seno. Él era también el que imponía la forma de vida, ya reduciendo sus aguas en la estación seca, ya anegando las raíces monumentales de los gigantes del bosque cuano comenzaban las grandes lluvias. El sol, que no podía penetrar en ninguna parte a causa de la espesura de las copas de los grandes árboles, llegaba sin ningún obstáculo hasta tocar con sus rayos las frías aguas, que se tornaban así templadas y acogedoras.
El río era la armonía del bosque, y a la eterna letanía que entonaba con su dulce voz respondían con amor todos los seres que se cobijaban en su seno. Él era también el que imponía la forma de vida, ya reduciendo sus aguas en la estación seca, ya anegando las raíces monumentales de los gigantes del bosque cuano comenzaban las grandes lluvias. El sol, que no podía penetrar en ninguna parte a causa de la espesura de las copas de los grandes árboles, llegaba sin ningún obstáculo hasta tocar con sus rayos las frías aguas, que se tornaban así templadas y acogedoras.
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